El Médico Homeópata

Entre los escritos menores de Hahnemann, complemento indispensable de todos sus trabajos mayores, figura uno publicado en 1795, quince años antes de que el Órganon viera la luz y uno antes de la publicación del Ensayo sobre un nuevo principio para descubrir las virtudes de las sustancias medicamentosas (1796).

Un príncipe le había pedido consejos a Hahnemann acerca de la elección de un médico, y en respuesta encontramos una descripción de cómo debe ser un médico. El texto es un poco largo, está disponible en castellano traducido por el Profesor Shuji Murata en su libro Lecciones de Homeopatía, publicado por la AHA, procede de Etudes de Médicine Homoeopathique, edición de 1850.

Mi querido doctor:

Desde que me he alejado de usted experimento una necesidad que de usted depende satisfacer, y que me fuerza a apelar a su amabilidad. Cuando me enfermo no sé a qué médico dirigirme, y sin embargo usted me ha recomendado vivamente vigilar con cuidado minucioso el estado de mi salud. Tenemos aquí una muchedumbre de doctores a todos los cuales supongo que no conoce. Algunos han hecho gestiones ante mí presentándose ellos mismos o apoyados en recomendaciones de todo género. Lo que valen las recomendaciones de las personas de mi rango lo conozco demasiado, desgraciadamente; son precisamente de las personas más audaces, más desvergonzadas, más imprudentes, que, a despecho de su ignorancia y de su inmoralidad, encuentran en nosotros la mayor protección. Cuando un orgullo excesivo, que tiene siempre, usted lo sabe, la ignorancia por hermana, no da a estos necios personajes la audacia de pretender sin temor al rechazo los lugares más importantes, y de reclamarlos altamente con la confianza de los derechos adquiridos, la suficiencia y la codicia sugieren al ambicioso los más hábiles artificios para crearse apoyos y protectores. Así se hacen en el mundo las recomendaciones; las conozco y me he vuelto desconfiado. Quiero que mi elección sea esclarecida; pero, ¿cómo esclarecerme en semejantes circunstancias? ¿Según qué principios escogeré un médico para escapar al señuelo de estas recomendaciones banales que pueden poner en defecto nuestra vigilancia y atención? Espero con impaciencia, mi querido doctor, sus consejos inteligentes, etc.

El príncipe de…”

Mi querido príncipe:

Tiene razón al creer que no conozco suficientemente a los médicos de su residencia para recomendarle uno; por otro lado, veo con placer que no le gusta poner el cuidado de su salud en las manos de un hombre que no tenga a su juicio títulos particulares.

Es imposible hacer un juicio inmediato sobre un médico sin ser un hombre de arte. Siendo usted extraño a la ciencia médica, necesita caminos indirectos para llegar a una elección conveniente; pero hace falta que estas vías, por ser indirectas, no sean menos seguras.

Usted puede juzgar por las apariencias a ciertas clases de médicos; existen algunos signos exteriores, determinados procedimientos de su conducta que los traicionan y los caracterizan.

Veamos, por ejemplo, al Sr. A.: Entra con pasos lentos y medidos, la cabeza alta, en el salón donde la sociedad le espera con respeto. La dignidad del personaje se revela en su gravedad, mezclada de gracia. Trata las preguntas más importantes con monosílabos y con el tono más desdeñoso. En la sociedad que le rodea no ve más que a las personas de distinción: tiene para ellas palabras aduladoras; en desquite, muestra para los hombres más ilustres de la ciencia médica el desprecio más soberbio. ¿Qué importa que el mérito sea recompensado o desconocido? Las escenas más conmovedoras, el peligro a combatir, la felicidad que ahuyenta el peligro, la vida y la muerte, nada le hace salir de esta fría indiferencia. Encuentra a lo sumo la ocasión para alguna agudeza que la masa ignorante de sus aduladores y de sus clientes acoge con aplausos. Habla varias lenguas con un acento irreprochable; en su casa es el modelo del estilo elegante, y el mobiliario es el de moda.

Príncipe, usted no caerá en la tentación, espero, de recurrir a los servicios de un médico tal. El papel que juega reclama y absorbe toda su inteligencia; quiere estar enterado, ensayado y repetido. Usted le habla de enfermedad: le disgusta. He aquí un enfermo cuyos síntomas exigen los cuidados más solícitos y que es el único sostén de su familia:¡para mañana los asuntos serios! Un noble conde, al pasar por la ciudad, ha depositado su tarjeta en casa del doctor; ¿Usted admirará que el señor doctor se ocupe más de sus deberes de hombre de mundo que de sus ocupaciones de médico? Esclavo de la moda, no tiene tiempo para consagrarse a la ciencia. Fuera de los conocimientos superficiales y brillantes, ¿qué le falta para atraer a la masa? El único cuidado de su vida, el único secreto de su arte es impedir que el ojo indiscreto de los inoportunos penetre, bajo el brillo engañador de las apariencias, en la profundidad de su ignorancia demasiado real.

¿Le aconsejaría dirigirse al Sr. B.? Estaría casi tentado a hacerlo. Este se pone de camino desde las 7 de la mañana. Va temprano a visitar a una treintena de enfermos; sus caballos están cubiertos de espuma y al cabo de algunas horas hace falta cambiar de tiro. Sentado en su carruaje, mira con aire profundo y meditativo una larga lista donde se encuentran inscritos los nombres y el domicilio de los enfermos que esperan, suspirando, su llegada. Cuidadosamente ha marcado de antemano el minuto preciso que debe pasar en casa de cada uno de sus clientes. Mira su reloj segundero, hace una señal y el cochero se detiene. Salta fuera del carruaje, sube la escalera con la rapidez del relámpago; en dos pasos se encuentra al lado del enfermo, le dirige dos preguntas, le tantea el pulso sin esperar su respuesta, pide papel y pluma, reflexiona con su aire más grave durante algunos segundos, escribe bruscamente la receta, la entrega al enfermo con algunas palabras solemnes, se frota las manos y desaparece para encontrarse pronto frente a otro y consagra dos minutos aún a una nueva visita. Es la medida ordinaria de sus consultas; como no tiene el don de la ubicuidad, lo suple con la prontitud. Véale secarse la frente, quejarse de sus numerosas ocupaciones, hacerse llamar seis veces por un doméstico en una velada a la que no ha venido más que por una media hora. Cuando recibe, su salón y antecámara están llenos de mundo: enfermos, parientes de sus enfermos, enfermeras, parteras; distribuye en profusión, como se hace con las entradas del teatro, recetas, consejos, consultas, etc.

Este práctico es el más célebre de la ciudad; no hay chico que no conozca su casa, y esa inmensa reputación, el juicio unánime de todo el público le dirá que debido a un trabajo infatigable, a la experiencia infinita que es el fruto de un ejercicio tan activo y tan extendido de la medicina. Y bien, príncipe, ¿duda en confiarse en tales manos? Me objeta quizá que el número de sus clientes le impide dar a algunos de ellos los cuidados convenientes y que no sabría en algunos minutos sopesar, examinar las circunstancias graves del caso en tratamiento; menos aún descubrir los remedios necesarios, puesto que a los mejores médicos les hace falta para tales casos media hora, horas enteras. Está tentado a mirarle como un ser sin consistencia cuya vida huye y se escapa en un movimiento perpetuo, sin otro mérito que el de estar muy ocupado y muy atareado, sin otro valor que el de tener la mano ágil y los caballos alados. Usted lo dice; yo lo creo: busquemos en otra parte.

He aquí a su émulo. El Sr. C. reúne en su persona todas las ventajas que pueden dar a un médico las apariencias de su gran superioridad. Tiene un aire distinguido, un porte elegante, trajes de tela fina que cambia, si es preciso, tres veces por día; chalecos bordados cuyos dibujos admiran todas las damas y un peinado irreprochable: he aquí al Sr. C. Conoce el arte de mostrar con gracia el meñique de la mano izquierda y de presentar a las miradas la punta del pie: los maledicientes pretenden que quiere hacer destacar así los brillantes de sus anillos y la riqueza de sus hebillas. Sabe depositar con gracia u beso sobre una mano blanca y regordeta, sentarse sobre un sofá cerca de una dama para tomarle en pulso con una delicadez inimitable. Sabe entablar la conversación con palabras seductoras, continuarla con el tono más encantador y, cuando comienza a languidecer, despertarla con las anécdotas más picantes de la crónica escandalosa, explotando a la vez  ya la mentira ya las confidencias de sus otros enfermos que le proporcionan todos los gastos de su espíritu. Para ganar las buenas gracias de una mujer curiosa, no duda en desvelarle todas las enfermedades de sus conocidos y de sus vecinos; es verdad que le hace jurar solemnemente una discreción absoluta, pero es un juramento banal, siempre dado, jamás mantenido. Si el enfermo es poco cuidadoso  de estos pequeños secretos, el Sr. C. no se queda corto en maledicencias: pasa caritativamente revista a todos su colegas; muestra con una precisión matemática las cualidades que le faltan y los defectos que no le faltan: a uno le falta roce con el mundo; al otro conocimientos anatómicos; al tercero, un exterior agradable; otro es un sin espíritu; éste tiene la voz desagradable; aquél no tiene talento práctico, y así con todos los demás. Si uno de sus colegas ha fracasado en el tratamiento de una enfermedad, no espera a que el accidente sea constatado: se apodera del mismo y lleva por todas partes la noticia, aprovechando al mismo tiempo la ocasión para poner de relieve su propia inhabilidad. Encuentra argumentos ingeniosos para dar la razón a una dama  que se queja de su marido; con el marido es del partido del señor contra su mujer, y le asegura la parte bien viva que toma en sus pesares domésticos. Las familias que lo admiten en su seno deben preferirlo a todos sus colegas, porque no tiene más que elogios en la boca para todos los que toca y a los que se aproxima. Los niños de la casa son ángeles; admira el buen gusto de los muebles, el dibujo elegante de los tapices, el corte y modelo de la ropa; escucha el juego sin expresión de la señorita y lo compara con la armonía de las esferas; las salidas más tontas y más banales de un niño son chispazos de genio. Muestra para sus enfermos una complacencia extrema: les permite tomar cuanto quieran, las aguas minerales, los medicamentos que prefieran, y se conforma a sus deseos cuando piden polvos, píldoras, jarabes. Si es necesario transforma a su gusto todos los remedios en licores, tabletas o confituras. Tiene, si se necesitan, palabras picarescas para la camarera, y nadie da mejores propinas a los domésticos que le aportan los regalos de fin de año. Habla a las damas de sus estudios griegos y latinos con una plena conciencia de sus talentos; al magistrado de su conocimiento de la botánica; al cura de su ciencia en anatomía; al burgomaestre de su superioridad en el arte de formular.

Es imposible que un hombre tan maledicente, me dirá usted, tenga en el corazón mucho amor por la humanidad; que un médico tan preocupado por los cuidados del atavío, tan hinchado de importancia, tan pronto a recurrir a los medios menos honorables para hacerse valer posea un mérito verdadero. Yo estoy de acuerdo.

Usted me dispensará gustosamente de continuar esta revista de caricaturas. Felizmente su número tiende a disminuir de día en día y usted no tendrá trabajo en encontrar un buen médico si sigue sus inspiraciones. Busque un hombre simple, un hombre de buen sentido, concienzudo en sus estudios y en sus enseñanzas, que sepa responder con claridad y precisión sobre todas las preguntas de su competencia, que no se pronuncie jamás fuera de propósito y sin ser interrogado; un hombre, en fin, que no permanezca extraño a nada de lo que toca esencialmente a la humanidad. Pero escoja de preferencia a un médico que no muestre jamás brusquedad, que no se irrite nunca si no es a la vista de la injusticia, que no tenga desprecio por nadie sino por los aduladores, que tenga pocos amigos, pero que sus amigos sean hombres de corazón, que no deje a los que sufren la libertad de quejarse, que no emita jamás una opinión antes de haber reflexionado bien, que prescriba pocos medicamentos, a menudo uno sólo y en sustancia, que se mantenga modestamente aparte, lejos del ruido de la muchedumbre, que no se calle sobre el mérito de sus colegas y que no haga su propio elogio; en fin, un amigo del orden, de la tranquilidad, un hombre de amor y caridad.

Agregue, etc.

Doctor H.

P.S.: Una palabra más: antes de escogerlo observe cómo se comporta con los enfermos pobres y si en su despacho, cuando está sólo, se ocupa de trabajos serios”.

 

La medicina (del latín medicina, derivado a su vez de mederi, que significa ‘curar’, ‘medicar’; originalmente ars medicina que quiere decir el ‘arte de la medicina’) es la ciencia dedicada al estudio de la vida, la salud, las enfermedades y la muerte del ser humano, e implica el arte de ejercer tal conocimiento técnico para el mantenimiento y recuperación de la salud, aplicándolo al diagnóstico, tratamiento y prevención de las enfermedades.

La única y verdadera misión del médico es curar, ayudar al enfermo en el devenir de la enfermedad. Este principio tan elemental es el que mueve o debe mover al Médico Homeópata.

El Médico Homeópata trata de evitar toda agresión al ser humano frente al que se encuentra, para ello utiliza remedios tanto de naturaleza animal, vegetal o mineral, que procuran a la energía vital que ésta se recupere de forma suave, rápida y persistente.

La forma de proceder es recogida en estas páginas en “¿Cómo es una visita? No olvidar nunca, que la práctica de la Homeopatía Clásica sólo permite la prescripción de un remedio por vez. Esto es algo fundamental para comprender ante quien nos encontramos. Junto al Homeópata, que procura su manejo de éste modo han surgido otras formas de práctica alópata que usan la Homeopatía cual si fuera alopatía, esto no es verdadera Homeopatía, ya que de este modo se trata el síntoma y no al individuo enfermo, práctica muy alejada de la Homeopatía y que de algún modo la desvirtúa.

Algo de Historia:

La medicina tuvo sus comienzos en la prehistoria, la cual también tiene su propio campo de estudio conocido como «Antropología Médica»; se utilizaban plantas, minerales y partes de animales, en la mayoría de las veces estas sustancias eran utilizadas en rituales mágicos por chamanes, sacerdotes, magos, brujos, animistas, espiritualistas y adivinos.

Los datos antiguos encontrados muestran la medicina en diferentes culturas como la medicina ?yurveda de la India, el antiguo Egipto, la antigua China y Grecia. Uno de los primeros reconocidos personajes históricos es Hipócrates quien es también conocido como el padre de la medicina, Aristóteles; supuestamente descendiente de Asclepio, por su familia: los Asclepíades; y Galeno. Posteriormente a la caída de Roma en la Europa Occidental la tradición médica griega disminuyó.

Después de 750 d.C. los musulmanes tradujeron los trabajos de Galeno y Aristóteles al arábigo a lo cual los doctores Islámicos se indujieron en la investigación medica. Cabe mencionar algunas figuras islámicas importantes como Avicenna que junto con Hipócrates se le ha sido mencionado también como el padre de la medicina, Abulcasis el padre de la cirugía, Avenzoar el padre de la cirugía experimental, Ibn al-Nafis padre de la fisiología circulatoria, Averroes y Rhazes llamado padre de la pediatría. Ya para finales de la Edad Media posterior a la peste negra, importantes figuras médicas emergieron de Europa como William Harvey y Grabiele Fallopio.

En el pasado la mayor parte del pensar médico se debía a lo que habían dicho anteriormente autoridades y se veía del modo tal que si fue dicho permanecía como la autoridad, esta forma de pensar fue sobre todo sustituido entre los siglos XIX y XV d.C. tiempo en el que estuvo la pandemia de la «Muerte negra «. Investigaciones biomédicas pre-modernas desacreditaron diversos métodos antiguos como el de los «cuatro humores » de origen griego; es hasta alrededor de los 1800 con los avances de Leeuwenhoek con el microscopio y descrubrimientos de Robert Koch de las transmisiones bacterianas realmente se vio el comienzo de la medicina moderna.

La homeopatía (del griego ?μοιος homoios, ‘similar’ y π?θος pathos, ‘sufrimiento’) es un sistema de medicina, caracterizado por el uso de remedios carentes de ingredientes químicamente activos. Fue desarrollada por el médico sajón Samuel Hahnemann (1755–1843) a principios del siglo XIX. Tiene una amplia y creciente popularidad en las áreas en las que se practica, siendo financiada o cubierta por algunos sistemas de sanidad pública o seguridad social.

Christian Friedrich Samuel Hahnemann (Meissen, Alemania, 10 de abril de 1755 – † París, 2 de julio de 1843), mejor conocido como Samuel Hahnemann, fue un médico sajón, fundador de la medicina homeopática.

A Hahnemann también se le atribuye haber introducido la práctica de la cuarentena en el Reino de Prusia durante su servicio al Duque de Anhalt-Köthe.

Hahnemann vivió en Meissen hasta la edad de veinte años, allí aprendió varios idiomas y estudio la cultura clásica.

Antes de cumplir sus veinticinco años ya trabajaba como medico privado del gobernador de Transilvania.

Fue químico, antes de ser médico. Su suegro era farmacéutico, y Hahnemann fue su principiante, durante muchos meses. La medicina, tal como existía a finales del siglo XVIII o inicios del siglo XIX no podía nombrarse medicina, sino amalgama de recetas extrañas, e incluso «extravagantes».

Según el Doctor Richard Hael, su biógrafo por excelencia, así como el Profesor Bradford, su maestro, la lista de las obras químicas antes de 1810, son más o menos 27. Ciertas son traducciones, otras creaciones. Harto de semejantes penurias comprendió mediante un arduo trabajo de experimentación que le llevó toda la vida, que las dosis infinitesimales de una sustancia, provocan en el organismo vivo que las recibe, una “enfermedad” que si es semejante a la que padece dicho ser vivo, la “fuerza vital” de éste, induce hacia la erradicación de la enfermedad artificial que se ha producido y por tanto del mismo modo y a la vez a la erradicación de la enfermedad que padece. Somos ya muchos, desde hace más de dos siglos quienes hemos experimentado dicho proceso, que parece ser ahora la ciencia empieza a comprender, desde los experimentos de Benveniste y más recientemente de Luc Montagnier  (Premio Nobel de Medicina).